lunes, 13 de abril de 2015

Menciones de Honor en Cuento breve

PRIMERA MENCIÓN 
Alberto Mario Martinena
 ¿Por quién pregunto?

    El sofocante  verano y la falta de agua habían secado las costas del Paraná, ocasión que aprovechaba Martingo para machetear juncos y rastrear restos de embarcaciones  hundidas. Aquél mediodía se regalaba un porrón de buen vino y el patí a las brasas bien condimentado, era el lujo que se daba para festejar otro cumpleaños en soledad. Lo anotaron en la iglesia del convento San Carlos, vecino a la precaria vivienda que aún en cada rincón guardaba recuerdos de cuando convivía en familia. Muchas noches desvelado anhelaba  un amanecer sin pasar tantas privaciones, pero el cauce ancho se lo seguía negando, además qué destino lo orientaría si toda su riqueza estaba en matear conversando consigo mismo, cuidar esos animales que eran su única riqueza y recorrer los espineles así poder  vender a los frailes  algunos pescados.
    Hacía varios días lo tenía intrigado una embarcación a remo  desplazándose ya entrada la noche; en tres oportunidades evitó encontrarse con uniformados armados que recorrían la zona  ocultándose entre la vegetación. Siendo un hombre que se daba con todos los que se acercaban a su ranchada, dedujo que quienes se escondían presagiaban  situaciones para desconfiar. La comida estaba a punto, su mirada vagaba vaya a saber en que recuerdos, veinticinco años era edad dura de aceptar para quien compartía sus sentimientos con el monte y el inquieto río leonado. Martingo, sabedor de movimientos extraños disimuló al darse cuenta que era observado, caminó silbando hasta la pila de leños en donde tenía el machete, ahí fue cuando una voz lo fijó en donde estaba:
-  Quédese tranquilo, soy forastero al que le agrada recorrer  la costa, no se preocupe por mi, sí del pescado que se le está quemando…
    El ribereño confió en ese desconocido de figura elegante y rostro severo.
-   Gracias por avisarme, como hermano del Paraná jamás he negado un bocado a quien se arrima a visitarme, y más en un día especial.
    Los hombres disfrutaron el almuerzo, Martingo comentó el asunto de la embarcación y que no tenía sentido rondar la zona de madrugada, además se dio cuenta que el forastero trataba de no perder detalles, hasta por momento  daba la sensación que pensaba en voz alta.
    La tapa de la pava avisó que el agua para el mate se pasaba, buena razón para convidar unas cebaduras. El comensal agradeció la hospitalidad, y estrechándole la mano le prometió que cualquier atardecer lo acompañaría río adentro porque le agradaba pescar, y hacía años que no se daba ese gusto por la sencilla razón que  le faltaba tiempo:
-  No se aflija forastero, dígame donde vive y le alcanzaré unos patí así los aprovecha con sus amigos, y si me avisa con tiempo los preparo a la parrilla bien condimentados.
-   Mi intención es que no sea un regalo, se lo pagaré; y desea saber donde vivo… Hace meses que no tengo un  techo familiar, por unos días moraré en el convento San Carlos.
-   Pero usted no tiene ropa de fraile, mire que los conozco a todos… Si voy mañana a la caída del sol  ¿por quién pregunto…? 
    El visitante  dejó como al descuido unos valores en la mesa del dueño de casa, sonriendo lo palmeó, disfrutó la última cebadura y contestó:
-   Lo espero cuando guste, y pregunte por  José Francisco de San Martín…

SEGUNDA MENCIÓN Edgardo Perata
 Esa negra sucia

Salí, Salí, ya anduviste con esa negra mugrienta. Fue el rechazo espantado de su madre, cuando Carlos, al llegar su casa aquella noche, amagó saludarla con un beso. El olfato de Cesarina, su madre, era uno de los sentidos de los que hacía ostentación. - Yo debo ser cruza con perro perdiguero. Solía decir. Aunque el perfume que usaba Yoly, era tan agresivo y persistente, que no necesitaba esa cualidad para ser detectado a varios metros de distancia. Para taparse el olor a rancho. Pensaba, decía y agregaba:
.- Andá a bañarte y vení a comer, a ver si se te va esa baranda...
.- A negra sucia. Completo Carlos, que ya estaba acostumbrado a las comentarios agresivos y discriminatorios de su madre por su relación con Yoly,.
La personalidad de Cesarina era contradictoria, Hablaba con orgullo de su humilde origen, de ser hija de esos inmigrantes analfabetos, padres de siete hijos que habían sido criados en un estado de pobreza lindante con la indigencia. .-“Pobres pero honrados”. O, pobres pero limpitos. Como parodiaba Carlos, cuando contaba la repetida historia de su infancia. De su conchabo como sirvienta, apenas salida de la niñez, en la estancia de los Reynal Ayerza, donde la patrona, era en oportunidades una cruel explotadora con rasgos sicópatas, para mutar en una sensible mujer que.- “Me quería como a una hija”. Quien la educó con todas las virtudes de una señorita de la sociedad, de la cual se enamoraron, hombres apuestos, cultos y adinerados que frecuentaban esa casa. .-“Porque yo, cuando era joven, era muy bonita, y por mi personalidad me confundían como un miembro de la familia”. Fabulaba, ante el asentimiento socarrón de Carlos, que había escuchado esas anécdotas cientos de veces.
En realidad Cesarina, Toda su vida había trabajado. -“Como una burra”. Ejemplificaba. .- “Para que vos y tu hermana tengan lo que nosotros no tuvimos”. Y era verdad, había logrado que él, hiciera el secundario y comenzara una carrera universitario, " su hijo el doctor "que le abriría las puertas de un ascenso social hacía una clase a la que ella nunca pudo acceder y que conoció como sirvientita en lo de "los Reynal Ayersa", a los que odiaba y admiraba simultáneamente.
Esta falsa conciencia de clase, a la cual quería pertenecer, era la que se manifestaba en su repulsión contra Yoly, y todas esas "chirucitas calentonas" de atrás de la vía, tan blancas y descendientes de tanos inmigrantes como ella, pero no eran lo que su hijo y Cesarina, se merecían.
Las vías, en los pueblos del interior eran, y son, la frontera que separa a las clases sociales. Las características físicas de un lado y del otro, en este caso, eran similares por su mismo origen europeo. Pero "los de atrás de las vías", son los pobres, son los sucios, o sea, son los negros y esto hace que las personas, adjetivadas como tales, se preocuparan mucho porque el sol no les diera color a su piel, razón por la que se las veía en los calientes veranos, cubiertas de pie a cabeza. Yoly, era la única que lucía un permanente color bronceado, como una provocación a la tilinguería pueblerina. Así era Yoly,
Carlos no creía estar enamorado de ella, en sus proyectos no figuraba ninguna relación que pudiera, ni a largo plazo, llevarlo al matrimonio, ni por amor ni conveniencia. Pero entre todas las fugaces relaciones que había tenido, esta era la que más se arrimaba a un sentimiento. Yoly tenía algunos atributos que la diferenciaban, aparte de su innegable belleza física, que la convertían en la más bonita y deseada del pueblo, tenía una personalidad equilibrada, inquietudes e ideales similares a los suyos y profundo orgullo por su condición social. El sabía que a ella no le atraía su futuro título profesional, ni su posible éxito económico y esto se evidenciaba en como lo estimulaba en las actividades vocacionales, que tenía por las artes.
Esa era Yoly, hermosa, espontánea, orgullosa, libre, apasionada. Y esa Yoly le dijo aquella noche, en un breve paréntesis de besos. .-“Estoy preñada”.
Después fue la ternura, el abrazo  interminable, los besos derramados en las sonrisas, los te quiero…y Carlos caminando hacia su casa  con su nombre y su perfume entre los labios.
Cuando entró, su madre de espaldas a la puerta preparaba la cena, sintió sus manos acariciarle el pelo, un tímido abrazo, el olor a negra y  una frase susurrada. - Vas a ser abuela…. No hubo más palabras, solo un gesto de fastidio, el silencio y luego el,  “Yo sabía que esto me iba a pasar”…que se dijo Cesarina resignada.
   
TERCERA MENCIÓN
Agustín Stamati

DISTANCIA


 Recién habíamos enterrado a mi padre, aun no se había enfriado su cuerpo cuando mi madre me dijo:
—        Arturito, nada va a ser igual, vos me tenés que ayudar .
—        ¿A qué, má? 
—        Me quiero ir para siempre.
Prosiguió mi madre en un soliloquio que duró una eternidad. Me habló de su cansancio, de su necesidad de estar sola. Ya no quería ver nada, ni escuchar ni decir una palabra más. Su mente no quería más novedades, su cuerpo debía ajarse con el devenir apropiado del tiempo.
Convencido y hartado, empecé la construcción del sótano. Una habitación con baño a prueba de ruidos. Un bunker a diez metros de profundidad. Una escalera estéril. Un pasa platos eléctrico que viajaba trayendo muy de vez en cuando alguna nota que denunciaba un pedido, rara vez un saludo. Me acostumbré enseguida a mi propia soledad. La única preocupación se presentaba con los envíos a las doce con el almuerzo, a las diecisiete con el té, a las  veinte con la cena y a las ocho con el desayuno.
Ella lo había preparado todo: el poder a mi nombre para cobrar su jubilación, los mensajes de despedida para sus amigas, la compra de mi silencio con los ahorros de toda su vida.
Muy de vez en cuando le enviaba un atado de ropas, arreglaba la cañería de su única canilla o bajaba a través del pasa platos, repuestos para su bombilla eléctrica.
Olvidé con el tiempo el rostro de mi madre, su voz arrulladora, el sonido sibilante de sus ojotas al arrastrarse por el piso de ladrillos.
Me di cuenta de que siempre, desde siempre, había contado únicamente conmigo. Era yo mi Dios y mi salvación, mi verdugo y el origen de todos mis males.
Cierto día golpearon a mi puerta a título de alguna autoridad; me culparon de la desaparición y supuesta muerte de mi madre. No quisieron escucharme. Me esposaron. Ante mi silencio posterior les quedó la oportunidad violenta. Me dejaron estas marcas en la espalda y en la cabeza. Me llevaron a la rastra hasta un vehículo estacionado frente a mi puerta; y cuando sentía agotadas las fuerzas de mi apego a la propiedad, apareció de la nada, cegada por la claridad una vieja bruja, desdentada, de ropas raídas, con la piel en rollos, gritando a los autoritarios:
—        Déjenlo, él no ha hecho nada, yo mate a esa mala madre.
Se olvidaron de mí, como si no existiera. Cargaron a la vieja bruja y se la llevaron en el vehículo destartalado.
Bajé de a cuatro la escalera estéril:
—        Mamita, Mamita, ¿Dónde estás? ¿Dónde te fuiste?
Y me quedé en el sótano a cuidar los recuerdos para que nadie los hurte. Salí de vez en cuando a procurarme alimento. Con la barba al ombligo y la ropa en hilachas asustaba a los niños del pueblo. El vino me engordaba la sangre, y un pan o un pedazo de carne cruda me alargaban los días.
En las paredes húmedas del sótano leía historias medievales, de dragones y de monstruos. Me entretenía llamando a las ratas por su nombre propio. Veía en la oscuridad como un gato joven. Era realmente una hermosa vida.
En esos días volvieron los autoritarios. Me sacaron a empellones del sótano y me trajeron a esta casa sucia, llena de viejos meones, de gente que pide cigarrillos, camina y habla sola, de guardapolvos blancos que agreden.
Son lindos los días de visita. Se llena la casa de colores, de gentes raras y de chicos. Yo, en esos días estoy siempre solo. En un rincón del parque. En un banco de piedra. A veces sonrío porque la vieja bruja se sienta a mi lado, balbucea, me mata los piojos y me pasa los dedos arrugados por la cara.

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