lunes, 13 de abril de 2015

Tercer Premio en Cuento breve

Susana Angélica Orden

La llave

La primera vez que Emilia me habló de ese tema  yo me reí y lo consideré una broma suya.
Ese barcito de la calle Pedro Goyena era  justamente el que habíamos buscado durante mucho tiempo para reunirnos e intercambiar  impresiones sobre nuestras producciones literarias. Aquel viernes cuando entramos, los tres mozos nos siguieron con la mirada Recuerdo que primero me sentí molesta y luego me burlé de esa actitud, sin saber lo que íbamos a vivir en breve.
Nos sentábamos en una mesa que se encontraba en un rincón, cerca de la pared, para poder conectar la computadora que consultábamos con frecuencia.
A los pocos minutos de estar reunidas, Emilia me confesó que debía ir al baño y que iría al de discapacitados,  porque el que quedaba al final de la escalera  que teníamos justo frente a nosotras, le  producía un terror inexplicable.
Me sonreí  y le hice una broma al respecto. Luego seguimos con nuestra tarea hasta que le anuncié que haría uso del baño que ella temía y riéndome un poco, comencé a subir los peldaños uno por uno, observando que eran muy altos y empinados y que no era agradable subirlos.  A medida que iba ascendiendo, sentía que no estaba sola en ese lugar. Decidí avanzar rápidamente y bajar cuanto antes. No le conté a Emilia lo sucedido, para no impresionarla aún más.
Seguimos trabajando en lo nuestro y acababan de dar las doce en algún campanario cercano, cuando un ruido nos interrumpió y notamos que la puerta de madera que conducía a la escalera se mecía suavemente. -¡Me están llamando! Dije, jocosamente y me levanté, abrí la puerta y muy despacio, comencé a subir. Al llegar al final, me di cuenta de que antes no había reparado en la puerta que había al lado del lavabo. Estaba cerrada con llave y tenía una cortinita blanca, que de pronto se corrió y pude ver el rostro de una mujer que me miraba con ojos de desesperación. Como no pude abrir la puerta, bajé rápidamente y llamé al mozo que me miró con extrañeza, afirmando que arriba no había ninguna habitación como la que yo describía. Subí nuevamente y comprobé que en ese instante, lo que él decía era cierto. Bajé muy confundida y le conté a Emilia lo sucedido. Ella  sugirió que nos fuéramos a nuestras casas, para tranquilizarnos.
Así lo hicimos y luego de una semana olvidé el tema, pero aquella noche de viernes, volvimos al bar y propuse sentarnos en la misma mesa.
A los diez minutos de estar allí, entró un hombre harapiento, se acercó y me dijo: -¡No acepte la llave, por el amor de Dios! Luego se retiró sin decir una palabra más.
Entonces, guiada por un impulso repentino, decidí subir la escalera y resolver el misterio. Al llegar arriba, fijé mi mirada en  la ventana y la puerta comenzó a abrirse, muy despacio. Temblando, me dirigí a ella. Entré y en una antigua mecedora había una mujer  en la semipenumbra. Cuando se levantó, observé con espanto que no tenía rostro y antes que pudiera evitarlo, dejó entre mis manos una enorme llave dorada y silenciosamente,  salió de la habitación. Cuando quise seguirla comprobé que la puerta se había cerrado tras ella, herméticamente y cuando miré por la ventana comprobé que su cara y su cuerpo se iban transformando en mi propia fisonomía. Examiné el cuarto comprobando que no había otra salida.
Al rato subió Emilia rápidamente. Parecía atemorizada, cono de costumbre. Por mi parte,  al verla, me desgañité gritando y golpeando en una puerta que ella no veía. Ante mi desesperada mirada y mi impotencia, bajó y volvió a su mesa, donde dialogaba animadamente con una persona que tenía mi cara y miraba a hurtadillas hacia la escalera.

Hace un año que estoy aquí, mirando con mis facciones desdibujadas, el mundo desde una ventana, esperando que alguien entre y acepte la llave, sin saber aún, si seré capaz de ofrecérsela.

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