La
llave
La
primera vez que Emilia me habló de ese tema
yo me reí y lo consideré una broma suya.
Ese
barcito de la calle Pedro Goyena era
justamente el que habíamos buscado durante mucho tiempo para reunirnos e
intercambiar impresiones sobre nuestras
producciones literarias. Aquel viernes cuando entramos, los tres mozos nos
siguieron con la mirada Recuerdo que primero me sentí molesta y luego me burlé
de esa actitud, sin saber lo que íbamos a vivir en breve.
Nos
sentábamos en una mesa que se encontraba en un rincón, cerca de la pared, para poder
conectar la computadora que consultábamos con frecuencia.
A
los pocos minutos de estar reunidas, Emilia me confesó que debía ir al baño y
que iría al de discapacitados, porque el
que quedaba al final de la escalera que
teníamos justo frente a nosotras, le
producía un terror inexplicable.
Me
sonreí y le hice una broma al respecto.
Luego seguimos con nuestra tarea hasta que le anuncié que haría uso del baño
que ella temía y riéndome un poco, comencé a subir los peldaños uno por uno,
observando que eran muy altos y empinados y que no era agradable subirlos. A medida que iba ascendiendo, sentía que no
estaba sola en ese lugar. Decidí avanzar rápidamente y bajar cuanto antes. No
le conté a Emilia lo sucedido, para no impresionarla aún más.
Seguimos
trabajando en lo nuestro y acababan de dar las doce en algún campanario
cercano, cuando un ruido nos interrumpió y notamos que la puerta de madera que
conducía a la escalera se mecía suavemente. -¡Me están llamando! Dije, jocosamente
y me levanté, abrí la puerta y muy despacio, comencé a subir. Al llegar al
final, me di cuenta de que antes no había reparado en la puerta que había al
lado del lavabo. Estaba cerrada con llave y tenía una cortinita blanca, que de
pronto se corrió y pude ver el rostro de una mujer que me miraba con ojos de
desesperación. Como no pude abrir la puerta, bajé rápidamente y llamé al mozo
que me miró con extrañeza, afirmando que arriba no había ninguna habitación
como la que yo describía. Subí nuevamente y comprobé que en ese instante, lo
que él decía era cierto. Bajé muy confundida y le conté a Emilia lo sucedido.
Ella sugirió que nos fuéramos a nuestras
casas, para tranquilizarnos.
Así
lo hicimos y luego de una semana olvidé el tema, pero aquella noche de viernes,
volvimos al bar y propuse sentarnos en la misma mesa.
A
los diez minutos de estar allí, entró un hombre harapiento, se acercó y me
dijo: -¡No acepte la llave, por el amor de Dios! Luego se retiró sin decir una
palabra más.
Entonces,
guiada por un impulso repentino, decidí subir la escalera y resolver el
misterio. Al llegar arriba, fijé mi mirada en
la ventana y la puerta comenzó a abrirse, muy despacio. Temblando, me
dirigí a ella. Entré y en una antigua mecedora había una mujer en la semipenumbra. Cuando se levantó,
observé con espanto que no tenía rostro y antes que pudiera evitarlo, dejó
entre mis manos una enorme llave dorada y silenciosamente, salió de la habitación. Cuando quise seguirla
comprobé que la puerta se había cerrado tras ella, herméticamente y cuando miré
por la ventana comprobé que su cara y su cuerpo se iban transformando en mi
propia fisonomía. Examiné el cuarto comprobando que no había otra salida.
Al
rato subió Emilia rápidamente. Parecía atemorizada, cono de costumbre. Por mi
parte, al verla, me desgañité gritando y
golpeando en una puerta que ella no veía. Ante mi desesperada mirada y mi
impotencia, bajó y volvió a su mesa, donde dialogaba animadamente con una
persona que tenía mi cara y miraba a hurtadillas hacia la escalera.
Hace
un año que estoy aquí, mirando con mis facciones desdibujadas, el mundo desde
una ventana, esperando que alguien entre y acepte la llave, sin saber aún, si
seré capaz de ofrecérsela.
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