El
misterio del andén
Juan coleccionaba teléfonos antiguos,
buscaba en los más recónditos lugares pero,
por esas cosas del destino, cuando volvía con las manos vacías, paseando
por San Telmo lo vio, hermoso; con polvo y ácaros incluidos. Estaba en venta. Era realmente una joya.
Preguntó el precio, solo por cortesía,
pagaría cualquier monto por semejante diseño. El comerciante respondió “que no
sabía, que recién lo habían traído, que
debería averiguar y que la encargada no estaba”.
Lo invitó amablemente a regresar al
otro día, Juan intento dejar una seña pero el hombre le contestó: -”
Señor, usted tiene mi palabra”, se lo
guardo.
A la mañana siguiente estaba allí,
paradito como una vela frente a la puerta. El vendedor lo recibió con una
sonrisa y mirándolo por encima de las gafas se disculpó nuevamente y fue una y otra vez, hasta que por fin, el comerciante
fijó el precio.
- Mire joven, se ve que tiene mucho
interés en esta maquinita con que me dé quinientos pesos, yo se lo envuelvo de regalo.
Juan se tuvo que morder los labios antes
de gritar, ¡solo eso por semejante pieza de colección! Pero, como buen sabedor del tema, atino a
decir: - es un buen precio.
Faltaba esa mano mágica de limpieza,
lustrar cuidadosamente los bronces, engarces y un especialista que pusiera
nuevamente en marcha la reliquia.
Mientras apalabraba a la persona
adecuada apoyó la nueva adquisición en
la mesa ratona del living, de esa manera podría admirarlo todo el tiempo y de
hecho, así lo hizo. Agotado y feliz
pensó continuar la mañana siguiente.
Era la media noche, un tintinear lo
despertó, se incorporó atontado y medio
dormido. Cuando levanto el tubo escucho una voz infantil, pero no entendió palabra. Pronto la línea se cortó.
Pasado el primer momento de estupor,
pensó que lo habia soñado, no esta conectado, no funciona, es
ilógico que llame.
Al otro día vino un técnico, examinó
cuidadosamente el aparato y fue imposible ponerlo en funcionamiento. Esa noche
se quedó dormitando frente a él, admirándolo, desconfiando.
A las doce en punto volvió a despertarlo
el mismo sonido, atendió horrorizado,
era la misma vocecita, pero tampoco pudo entender que decía.
Cito a un par de amigos, necesitaba gente
confiable para compartir esa
información. Cuando les contó la historia, le preguntaron si estaba en su sano juicio,
que ese tema de recolectar cacharros lo había afectado, por supuesto aceptaron
pasar la noche frente al artefacto, que a esa altura estaba reluciente y hasta
parecía interesante la propuesta. Tuvo que soportar muchísimas bromas pero,
cuando los minutos pasaban, flotaba cierto nerviosismo en el ambiente.
A la hora fatídica, se repitió la escena
de las noches anteriores, el timbre, la
voz infantil , las palabras
ininteligibles. Lo que habían vivido… no se
podía explicar.
Juan pasó la tercera noche sin dormir. Se
planteó retornar al comercio para averiguar algo más sobre ese bendito receptor.
El vendedor enseguida lo identificó y el
joven le dio una explicación somera de lo que había sucedido. Sin creerle una
palabra, gentilmente aceptó averiguar de donde provenía el aparato. Hacia allá
viajaron Juan y sus amigos, con el teléfono a cuestas. El pueblito era pequeño,
se llamaba “El Arañazo”, pocos
habitantes y en su mayoría ancianos, no seria tarea difícil conseguir
información. Le contaron que el aparato pertenecía a la estación del
ferrocarril, que por cierto era la única. Allí trabajaba Don Jaime, Jefe,
boletero, guarda barrera, en fin, servicio completo.
Tenía una hija, entre diez y doce años,
era su más preciado tesoro, un día la locomotora no silbó, y una distracción
acabó con la vida de la niña.
Desde ese momento, contaba el padre, a
las doce de la noche, el teléfono de la estación sonaba,
al atender se escuchaba la
atormentada voz de la pequeña que le avisaba que no llegaría con la cena. El
pobre hombre no halló consuelo y un día partió caminando pesadamente por las
vías para nunca más retornar. Juan
escuchó con gran interés la conmovedora historia, que estremecía el alma de cualquier ser sensible.
Llegaron a la estación, el zumbido de
los mosquitos se entrecruzaban con un penetrante olor a estiércol, la pintura
descascarada evidenciaba el abandono del lugar. Buscó con la mirada, en un rincón
aún se conservaba
el color original la silueta del
teléfono. Lo enganchó nuevamente en las dos clavijas que parecían esperarlo. Lo
miró por última vez, caminó lentamente al auto donde lo esperaban sus amigos.
Sin lugar a dudas, ese… era su lugar
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