Coche bomba
Cuando la infancia le golpeaba
los pies con arena del desierto y el aire le resecaba las sandalias ajadas,
Mohamed Samir sentía que ésa era la felicidad. Su abuelo, barba y surco, le
contaba las verdades de los relatos antiguos: el del rey ladrón, el de los
beduinos exploradores, el de la mujer lapidada. Sus seis hermanos ya mayores
trabajaban en la construcción del minarete sagrado. A él le tocaba llevar el
rebaño blanco hasta el arroyo, cuando alguna lluvia providencial salpicaba los
campos de la hierba escasa. El abuelo también oraba en la mezquita azul. Y se
lavaba los pies ásperos. Y hablaba del último mensajero.
Mohamed recordaba el jardín de las
amapolas prohibidas en el fondo de su casa y la insistencia del abuelo en
repetir que el Creador, guardián de lo oculto y lo visible, era el único
merecedor de adoración. Y que debía cuidar su cuerpo para entregarlo en la
resurrección. También sonaban en sus oídos los últimos consejos: “- Ve a la
ciudad. Abandona tu manso camello y busca la mujer.” Mohamed llegó a Kabul en
el enero de los fríos y los encierros. El mercado ofrecía las especias cuyos
olores se retorcían como serpentinas perfumando las callejuelas de la ciudad.
El calendario lunar le indicaba que era el
tiempo de la adultez. Y abrió los ojos y miró. En el cielo, helicópteros
grises. En el suelo, miles de bicicletas. Hombres en grupos, turbantes,
abecedarios de guerra.
El bazar arremolinando clientes
con los bolsillos cargados de dinares. Recordó otra vez: “-Busca la mujer.” La
vio. Sola nunca. Rozando las paredes como fantasma. Cuidado con los tobillos,
con los tacones que incitan a la corrupción a los hombres siempre virtuosos. Es
preferible soltar pájaros enjaulados que una mujer alumbre un niño en el
hospital de la ciudad, atestado de antibióticos inútiles. Un velo azul desde la
cabeza hasta los pies. “-¡Te amputaré los dedos si coloreas tus uñas! ¡Cadena
perpetua sufrirás cuando rías en público!” Mohamed comprendió. Trabajó cuatro
meses con sus días y sus ayunos, con sus heridas y sus noches, escarcha y
arena. Vivió como un mendigo; las manos endurecidas acarreando cajones.
Pudo entonces comprar el coche
blanco que un usurero ofrecía en aquel mercado. Le sacudió el viejo polvillo
metido en los asientos. Le acomodó los faros. Limpió los espejuelos. Le habló
como si fuera un amigo reencontrado. El abuelo le había recomendado que no
hiciera trizas sus sueños, que vivir no le fuera una pesadilla amarga, que
buscara en los textos sagrados la palabra de los profetas para sostenerse en
misericordia y obediencia. Mohamed leyó la página de la predestinación.
Por la deshonra y la incredulidad
los hombres serán condenados. Cuando terminó, corrió hasta la casa de las
ventanas opacas. Allí compró algunos cartuchos de dinamita, un bidón de
plástico y un puñado de esquirlas. Nadie le preguntó. La obsesión por el
esplendor de los tiempos idos, la ceguera que no vio la perversión y el crimen
y la sinrazón de unas vidas estremecidas de sangre lo empujaron (hombre y
vehículo) hacia el palacio blanco de la plaza más concurrida de la ciudad.
Allí, junto al portal de mármol labrado por antiguos artesanos, estacionó el
auto. Miró al cielo. Miró la calle. Masculló una oración misteriosa. Luego tomó
con sus manos húmedas una pequeña granada que tenían en la gaveta oxidada.
Entonces fue carne despedazada.
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